¿Debemos celebrarla?
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stamos próximos a la festividad de La
Navidad que, como es tradicional, se celebra a partir de la medianoche del 25
de diciembre de todos los años. Algunos profesantes e instituciones
eclesiásticas críticos, y porque les asiste razón, juzgan de muchas maneras
esta festividad y, haciendo uso del conocimiento de las Sagradas Escrituras,
para juzgar de hasta pagana esta festividad para, definitivamente, no
celebrarla, y mucho menos asentir a todo el consumismo que –debemos de
reconocerlo- acompaña a esta festividad con la compra de regalos para los
niños, el consumo de hasta exquisitos potajes para ser degustados en “noche
buena”, además del tradicional chocolate y panetón y, lo que es peor,
llegándose a profanar, si así lo pudiéramos llamar, una festividad que debería
ser causa de gratitud a Dios, en tanto que supuestamente se celebraría el
nacimiento de Jesús, el Señor de nuestra salvación porque, y como inclusive se
mal acostumbra hacer durante la Pascua (Semana Santa), muchos van a usar de
esta festividad como ocasión para el consumo desenfrenado del alcohol, fiestas
y hasta el sexo. Si realmente creyéramos que nuestro Señor nació un 25 de
diciembre, lo lógico y natural sería celebrar ese día (o noche) –de repente-
empezando con una vigilia, con cánticos de gratitud a Dios, y con una renovada
búsqueda de Dios entre quienes amamos que Él se manifieste conforme a Sus
preciosas promesas; pero, la verdad es otra.
En efecto, debemos admitir, quienes por
lo menos leemos las Sagradas Escrituras, que el Señor Jesús no nació un 25 de
diciembre porque en Belén de Judá, ciudad donde los Evangelios registran que
fue el lugar de Su nacimiento, el mes de diciembre (corresponde a los meses de
Kislev y Tevet del calendario hebreo o israelí) es temporada de invierno; y,
por el relato en el Evangelio según Lucas capítulo 2, entendemos que José y
María, embarazada del Señor Jesús, fueron obligados a trasladarse desde la
ciudad de Nazaret, donde residían, hasta la ciudad de la serranía de Belén, por
razón de un empadronamiento ordenado por el emperador Augusto César; lo que
jamás hubiera sucedido durante la temporada de invierno cuando, y por causa de
la nevada que cae durante el invierno, es difícil trasladarse y que, como todo estadista
sabio, muy seguramente las autoridades de aquel tiempo procedieron a cumplir
con esta ordenanza durante una temporada más templada, quizá en primavera u
otoño, antes de la temporada de invierno; a fin de facilitar el traslado de
todo Israel para cumplir con esta ordenanza de empadronamiento. Dios siempre ha
hecho claro un misterio a través de Sus profetas y, a la fecha, cada misterio
que pudiéramos hallar en el Antiguo Testamento, lo podemos hallar claros en las
enseñanzas de los apóstoles o cartas apostólicas (de Romanos a Judas) e,
inclusive, en el Apocalipsis (que hoy mismo se está cumpliendo a la luz de los
actuales acontecimientos); sin embargo, y por alguna razón que no comprendemos,
Él nunca reveló el día de este importantísimo acontecimiento como parte del
cumplimiento de Su prometido Evangelio o Buena Nueva; lo que, y como lo vemos
fue la manera de proceder de los profetas de antaño, jamás debió ser motivo
para una atrevida interpretación privada y, lo que es peor, contraria a la
razón por el argumento de la temporada de invierno durante el mes de diciembre
(Kislev y Tevet del calendario hebreo o israelí).
En consecuencia, ¿deberíamos celebrar la
navidad o nacimiento del Señor Jesús, un 25 de diciembre? Pues, no; como a
nadie le gustaría que le celebraran su cumpleaños en una fecha en que no
hubiera nacido, ¿verdad que no? Sin embargo, y aun cuando debemos admitir que
esta tradicional fecha de navidad es una invención propia de la irreverencia de
los religiosos de aquel tiempo (mediados del siglo IV), debemos igualmente
admitir que, por razón de esta festividad, en muchas de las iglesias cristianas
con suficiente y sano fundamento Escritural o Bíblico, es ocasión para abordar
las Escrituras que –justamente- tratan acerca del nacimiento del Salvador y, de
esta manera, hallar una y mil riquezas contenidas en este acontecimiento
Divino, que Dios se hizo carne u hombre, tal como nos lo dice el Evangelio
según Juan 1:1 y 14: “En el
principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.” En el
original griego la palabra “Verbo” se traduce como “Palabra”, por lo que
podemos decir igualmente: “En el principio era la Palabra, y la Palabra era con
Dios, y la Palabra era Dios.” Para, ya en el versículo 14, culminar
diciéndosenos: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos
su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.”
“Y aquella Palabra”, Quien es Dios según Juan 1:1, “fue hecha carne”, y Éste
fue Jesús, Dios humanizándose, para llegar a ser el Pariente Redentor prometido
mediante los profetas. ¡Oh, esto es como para saltar y gritar de gozo! El hecho
de que Dios se humanizó o hizo carne, y Le conocimos con el Nombre de Jesús,
nos explica el determinado interés de un Dios por Su creación, una creación
condenada a perdición de no haber venido Jesús, el Salvador del mundo.
Porque
de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
Juan
3:16
Así, aun
cuando mal haríamos en celebrar un 25 de diciembre como nacimiento del Señor
Jesús, bien haríamos en usar de esta ocasión para meditar y regocijarnos en el
hecho de Su nacimiento que, registrados en los Evangelios según Mateo y Lucas,
traen la suficiente revelación para nuestro regocijo en el Señor, y acciones de
gracias, nuestro reconocimiento; y que, así como Él cumplió en traer al
Salvador, en Su primera venida, nacido de una virgen, María, para mostrarnos
que así es la manera en que Él nace hoy, en corazones igualmente vírgenes, no
contaminados por una fornicación espiritual (ligados a dogmas, doctrinas y
tradiciones contrarios a las Sagradas Escrituras, de lo cual debemos arrepentirnos);
y así cómo Él cumplió con darnos vida en Cristo Jesús, cuando Él pagó por todos
nuestros pecados en la cruz; así, Él cumplirá toda profecía pendiente de
cumplimiento a la fecha: la restauración de Israel, la resurrección de los
muertos en Cristo (la primera resurrección), la transformación de nuestros
cuerpos y nuestra reunión con el Señor en los aires (el Arrebatamiento o Rapto
de la Iglesia); la Gran Tribulación, las Copas de la Ira de Dios, el Milenio,
la destrucción de todo este ecosistema pecaminoso, la Nueva Jerusalén en nueva
tierra y nuevos cielos donde moran la justicia, y la Eternidad, vuelta con Dios
por razón del Verbo o Palabra de Dios; la Esposa del Cordero al lado de su
Esposo, el Señor Jesucristo, la Palabra de Dios, por siempre. Amén.
Que esta “noche
buena” del 25 de diciembre sea ocasión para, en familia o congregación, entre
amigos vecinos o no, elevar una oración de gratitud porque, una noche de la
cual no tenemos registro, pero tan seguros de que sí sucedió en cumplimiento a
la promesa de Dios (Isaías 7:14; 9:6), nació el Salvador del mundo, nuestro
Señor Jesús, el Regalo de Dios para un mundo necesitado. Que esta navidad no
nos embriaguemos con tanto ornamento que solo aquello que pudiera representar
este acontecimiento, como lo es un nacimiento y las estatuillas del Niño, José
y María, y todo aquello que pudiera describir el ambiente donde se sabe que
nació el Rey de Israel, el Rey de Su Iglesia, y con la mayor humildad en un
pesebre, un receptáculo o depósito en el que se les deja el alimento a
los animales para que éstos puedan comer; y acompañado de animales
domésticos que acostumbran estar en un establo porque, según se narra en Lucas
2:7: “Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó
en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón.” Evitando todo
aquello que sí tiene trasfondo oscuro y pagano, como el árbol y todo el confite
con que hoy se acostumbra adornar, las medias o calcetines colgando y, lo que pertenece
a la mitología nórdica, con la presencia de un Papa Noel, San Nicolás o Santa
Claus, que un cristianismo desprovisto del conocimiento de la Palabra de Dios y
con apariencia de piedad adoptó a partir del siglo IV.
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