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currió en los primeros años de mi conversión, como cristiano. Empecé mi andar cristiano a los 30 años, congregando con hermanos de una iglesia pentecostal, la Iglesia Pentecostal del Rímac, situado en el denominado “Malecón Rímac”, a escasas cuadras del Jr. Trujillo y el Palacio de Gobierno.
Por causa de mi ignorancia del
consejo de Dios, por entonces –lo debo admitir- no consideré la Palabra de Dios
con la seriedad que se debía; y, por esta ignorancia; y, por consiguiente, mi
pobre discernimiento de los espíritus o ámbito espiritual, llegué a ser
perturbado, sino poseído, por un espíritu malo que, definitivamente, me tornó
incrédulo a Dios y Su Palabra.
En efecto, iba en dirección de
esta iglesia local, al término de mi horario laboral; y, obstante iba cantando
en mi corazón uno o más coros cristianos; de un momento a otro, sentí como que
“alguien” se acercaba por delante mío e ingresó o entró dentro de mí; y, tras
este hecho, cuestioné mi poca fe que, hasta entonces, parecía sostenerme para
un andar mínimo o suficiente entre hermanos y hermanas que, como yo (o mejor
que yo), congregaban aspirando conocer más a Dios. Desde que vine a Dios, por
la vía de Su Palabra, justamente cometí este grave error; y que lo comparto
que, quién pudiera leerme, aprenda de mi experiencia; que, aun cuando parecía
entender la importancia de conocer la voluntad de Dios en Su Palabra; en la
práctica, no fui lo suficientemente diligente para, día tras día, llenar mi
alma con Su conocimiento; y, cuando ocurrió esta extraña experiencia
espiritual, no tuve argumento o recurso Espiritual para resistir, y sucumbí.
Como iba en dirección de la
iglesia, casi como un autómata, o como buscando –confusamente- ayuda que, en
tal condición, parecía no la había para mí (recuerden, ya no tenía fe); llegué
a la iglesia y, sentado en una de las bancas, y porque no parecía comunicativo
o expresivo con hermanos y hermanas a quienes conocía, ellos concluyeron –por
último- que algo estaba sucediendo conmigo; y, conduciéndome de inmediato a un
ambiente que llamábamos “el Cuarto de Oración”, intentaron ayudarme en oración
y reprendiendo y, finalmente, intentando echar fuera el demonio que, según lo
entendían (recuerden, era una iglesia pentecostal entendida en temas de
espirituales, hasta de posesión de demonios, etc.), me estaba perturbando y
causando ese extraño estado. El hecho es que, aun cuando ellos hicieron lo
mejor que entendía y podían, no lograron liberarme; y, asustado y perturbado
como estaba, no queriendo que siguieran molestándome, les pedí que no
insistieran más, y me retiré a casa; y, desde entonces, no volví a congregar ni
en esa ni en ninguna otra iglesia o congregación.
Por aquel entonces, trabajaba en
un puesto público de la entonces Entel Perú S.A., en el Hall del Aeropuerto
Int. Jorge Chávez, como operario de télex y cable (telegrafía internacional);
y, por lo mismo, tuve contacto con regular número de clientes de habla inglesa;
y, porque me era difícil entenderles e, igualmente, atenderles, decidí estudiar
este idioma, lo que hice. Ingresé a un instituto o academia de inglés, de las
muchas que pululaban en Lima; y, así, estuve estudiando el idioma inglés que,
día a día, asimilaba con mucho agrado; lo que facilitó que, aun cuando no
llegué a ser un experto en este importante idioma (solo estudié hasta la etapa
intermedia, y solo unos meses de esta etapa), en mi práctica con clientes de
habla inglesa me fui –como se dice- “fogueando” para entenderlo cada vez mejor.
Por entonces, cerca de un año sin congregar con otros santos, me vi tal de
vulnerable que, y sin aquella fe que una vez me animaba para congregar como
iglesia y participar en muchas de sus actividades, cedí para volver al licor,
los prostíbulos y la “vida bohemia”; y, porque reconocía que iba de mal en peor
(hay aspectos de mi andar pecaminoso que prefiero omitir); cargado de pecados
que agobiaban aún más mi alma, y en un acto de esperanza o desesperanza (no lo
sé bien), decidí retornar a la iglesia; aun cuando temía que, a mi retorno,
sería objeto del comentario de muchos, temiendo la crítica.
Fue un viernes por la noche, si
mal no recuerdo, en que retorné a esta linda iglesia donde, al lado de otros
hermanos y hermanas, Dios me permitió conocerle en la manifestación de Sus
carismas como el hablar en lenguas, la profecía, visiones y otras
manifestaciones; pero, porque estaba muy “frío”, y sin ánimo para conversar con
nadie; decidí que, no bien llegara al templo de esta iglesia que, tras saludar
al o los ujieres que –por lo general- estaban apostados en la entrada principal
de este templo; que, tras saludarlos escuetamente, me dirigiría –raudo- hacia
la instalación del llamado “Cuarto de Oración”; y, en efecto, tan luego saludé
al o los ujieres apostados en la puerta principal, muy a prisa me dirigí hacia
el “Cuarto de Oración”; y, allí, intenté orar.
Recuerden, ya no tenía fe; en
realidad, Dios y Su Palabra me parecían ridículos; pero, porque había tenido experiencias
espirituales, y que parecían hablarme más que mil palabras; y porque, de alguna
manera, reputaba tales experiencias como importantes para mí, aun si las creía
o no ser de Dios; y porque parecía tener una angustia tal que –y lo sabía- nada
ni nadie podría quitarla de mí (parecía morirme), decidí acercarme ante un
taburete que estaba dispuesto en la parte delantera de este ambiente dedicado
para la oración; y, casi como desmayándome, porque estaba muy atribulado,
cargando el descontento de pecados a los que volví a ceder por motivo de esta
penosa experiencia espiritual, me arrodillé e intenté orar. ¿¡Pero cómo, si no
tenía fe!?
E, intentando orar, oí la
oración de un hombre a mi derecha; un paisano de nuestra serranía que, por su
hablar motoso, ni pronunciaba bien el español, diciendo algo así como: “Oh,
Papito lindo, cuánto te amo”; y, siempre con un acento motoso, diciendo cosas
parecidas; pero, a la vez y por más sencillas que parecían ser, mostrando un
genuino afecto por Dios; a Quién, por cómo él se expresaba, parecía conocerle;
por lo menos, mucho más, muchísimo más que yo.
Impresionado como estaba por
cómo este hombre oraba a Dios, Le dije: “¿Ves?, él sí que te conoce, pero yo no
podría expresarme como él, con familiaridad; y, si lo hiciera, sería un
hipócrita. ¡Ayúdame, por favor!”; y, lamentando no poder orar como este
hermano, callaba para, en silencio, intentar pensar algo más para decir a Dios.
Estaba muy atribulado, acongojado, diciéndole que tenía miedo; que, a menos que
Él me ayudara a superar esa condición, nadie lo haría; y que, muy posible,
temía ir de mal en peor; y, como había sido a lo largo de mi adolescencia e
inicial juventud, temiendo el suicidio.
Como dije, este hermano oraba
sin pronunciar bien el español; y, por lo motoso de su hablar, reconocía que
sería un hermano procedente de nuestra serranía; y, lo que me fue igual de
relevante fue que, inclusive, el tono de su voz era tal como aquellas voces
que, cuando iba a las tierras de mis abuelos, por Ancash, acostumbré escuchar;
voces como tímidas y apacibles, característicos del ande peruano. El ambiente
del “Cuarto de Oración” estaba tenue, no había mucho alumbrado; justamente para
que, mientras orábamos, nadie pudiera entretenerse mirando al otro; y, en
definitiva que, quién entraba a este ambiente, se dedicara única y
exclusivamente a orar. Así, por lo
mismo, nunca reconocí a este hermano que oraba; y, por su hablar motoso,
tampoco recordé haberlo escuchado antes.
En tales circunstancias, de
pronto empecé a oír a este hermano hablando en lenguas. Como dije, yo había
escuchado hablar en lenguas a muchos hermanos; y, en una congregación
pentecostal, donde el hablar en lenguas es una de sus doctrinas pilares, el
escuchar hablar en lenguas a este hermano no habría sido nada raro para mí;
esto es, no habría causado mayor impacto e importancia, a menos que este hombre
habló –justamente- en el idioma que yo estaba estudiando, el inglés; y, lo que
es más, no lo hizo con su voz queda, tímida o apacible, pero como con una voz
de esos locutores que, con voz grave, parecían impactar a través de la radio;
y, aun y cuando no llegué a ser un excelente estudiante del idioma inglés, yo
entendí –perfectamente- lo que este hermano decía en lengua inglesa: “Oh Lord
Jesus, You know that I love You…”, y cosas parecidas. Por lo general, yo había
escuchado hablar en lenguas hasta difíciles de reconocer ser de tal o cual
país; escuché hablar en chino, alemán u otro idioma; y, posiblemente, hasta lo
que llamaban “lenguas angelicales”; pero, en mi pequeña experiencia, nunca
escuché hablar inglés; pero, aquella noche, y porque el Dios Vivo sabía que yo
estaba estudiando inglés, Él permitió que este hermano, a quién no distinguí
nunca, hablar en inglés; y que yo, aun en mi poco entender, reconocí que era el
hablar de un perfecto inglés.
En efecto, en el libro de
Hechos, capítulo 2, se dice que, cuando el Espíritu Santo cayó sobre los 120
congregados en el aposento alto de una casa, que todos estos hermanos y
hermanas (porque también estuvo María, la madre del Señor Jesús), empezaron a
hablar en lenguas, según el Espíritu Santo les daba que fuesen pronunciadas. En
esta experiencia espiritual que dio inicio o nacimiento a la Iglesia del Dios
Vivo, durante la Fiesta de Pentecostés, “5 Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de
todas las naciones bajo el cielo. 6 Y hecho este estruendo,
se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su
propia lengua. 7 Y estaban atónitos y
maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? 8 ¿Cómo, pues, les oímos nosotros
hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? 9 Partos, medos, elamitas, y los que
habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, 10 en Frigia y Panfilia, en Egipto y en
las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto
judíos como prosélitos, 11 cretenses y árabes, les
oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.” (Hechos
2:5-11).
Pues, precisamente eso fue lo que yo también, mientras oía a
este precioso hermano hablar en lenguas, me preguntaba ¿Dónde había visto
acontecer esta misma experiencia en la Biblia?; y, aun cuando no podía
reconocer la cita bíblica exacta de donde procedía esta misma experiencia,
repitiéndose para beneficio de mi alma, sabía, porque lo había escuchado en
algunas prédicas que sobre el tema se predicaron en esta y otras iglesias
pentecostales, que una experiencia similar estaba registrada en las Escrituras;
y que, por consiguiente, esta experiencia del hablar en lenguas a través de
este hermano era genuina, era la visitación del Espíritu Santo por razón de mi
congoja, mi confusión, mi tribulación; y, mientras lo iba reconociendo en mi
alma, empecé a emocionarme a tal extremo que, finalmente, sentí como una
explosión irrumpir en mi pecho; y, al instante, empecé a gritar de tal manera
que, y con lágrimas en mi ojos, en un llanto incontenible, bendecía a Dios,
agradeciéndole por recuperar mi fe en las Escrituras, en Su Palabra, a través
de oír una de Sus manifestaciones, el hablar en lenguas; que, como los aquellos
“varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo” (v. 5), en el Jerusalén
del I Siglo, entendí ese hablar en lenguas, tuve la interpretación (aunque por
estudio natural del idioma); y que, como entonces, podía decir como los
piadosos de entonces: “les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de
Dios.” (v. 11). Esa manifestación en lenguas restauró mi fe; y, desde entonces,
aun cuando he pasado muchas veces por “valle de sombra de muerte” (Salmo 23:4),
pero siempre por razón de mi negligencia e irresponsabilidad, sigo en pie por
Su gracia, aprendida la lección, esforzándome por ser diligente en aprender Su
voluntad para agradarle en todo (Colosenses 1:10).
¿Saben qué? –Nunca supe quién fue ese hermano que habló en
lenguas, en el inglés que yo estaba estudiando; y, lo que es más, ni él se
acercó a mí para ultimar con alguna palabra de gracia, felicitarme o
bendecirme, no; por lo que, muchas veces, he pensado que –posiblemente- este
hermano no fue otro sino un ángel enviado por el mismísimo Dios, Jehová de los
Ejércitos, para mi liberación. Sea quién haya sido, sé que fue el instrumento
que Él utilizó para libertarme de incredulidad, restaurarme la fe, y las
esperanzas vivas en Sus benditas promesas por razón de Jesucristo o Yeshúa Ha
Mashíaj (en hebreo).
Si este testimonio te ayuda, bien; lo comparto, justamente
con ese objetivo de que sea edificante para todo el que pasa por momentos de
angustia; que, si Él me ayudó a mí, un inmundo y miserable pecador, seguramente
lo puede hacer con cualquier otro.
La gracia de Jesucristo o Yeshúa Ha Mashíaj sea con todos
ustedes. Amén.