miércoles, 28 de junio de 2023

MI EXPERIENCIA CON EL DON O CARISMA DEL HABLAR EN LENGUAS

O

currió en los primeros años de mi conversión, como cristiano. Empecé mi andar cristiano a los 30 años, congregando con hermanos de una iglesia pentecostal, la Iglesia Pentecostal del Rímac, situado en el denominado “Malecón Rímac”, a escasas cuadras del Jr. Trujillo y el Palacio de Gobierno.


Por causa de mi ignorancia del consejo de Dios, por entonces –lo debo admitir- no consideré la Palabra de Dios con la seriedad que se debía; y, por esta ignorancia; y, por consiguiente, mi pobre discernimiento de los espíritus o ámbito espiritual, llegué a ser perturbado, sino poseído, por un espíritu malo que, definitivamente, me tornó incrédulo a Dios y Su Palabra.

En efecto, iba en dirección de esta iglesia local, al término de mi horario laboral; y, obstante iba cantando en mi corazón uno o más coros cristianos; de un momento a otro, sentí como que “alguien” se acercaba por delante mío e ingresó o entró dentro de mí; y, tras este hecho, cuestioné mi poca fe que, hasta entonces, parecía sostenerme para un andar mínimo o suficiente entre hermanos y hermanas que, como yo (o mejor que yo), congregaban aspirando conocer más a Dios. Desde que vine a Dios, por la vía de Su Palabra, justamente cometí este grave error; y que lo comparto que, quién pudiera leerme, aprenda de mi experiencia; que, aun cuando parecía entender la importancia de conocer la voluntad de Dios en Su Palabra; en la práctica, no fui lo suficientemente diligente para, día tras día, llenar mi alma con Su conocimiento; y, cuando ocurrió esta extraña experiencia espiritual, no tuve argumento o recurso Espiritual para resistir, y sucumbí.

Como iba en dirección de la iglesia, casi como un autómata, o como buscando –confusamente- ayuda que, en tal condición, parecía no la había para mí (recuerden, ya no tenía fe); llegué a la iglesia y, sentado en una de las bancas, y porque no parecía comunicativo o expresivo con hermanos y hermanas a quienes conocía, ellos concluyeron –por último- que algo estaba sucediendo conmigo; y, conduciéndome de inmediato a un ambiente que llamábamos “el Cuarto de Oración”, intentaron ayudarme en oración y reprendiendo y, finalmente, intentando echar fuera el demonio que, según lo entendían (recuerden, era una iglesia pentecostal entendida en temas de espirituales, hasta de posesión de demonios, etc.), me estaba perturbando y causando ese extraño estado. El hecho es que, aun cuando ellos hicieron lo mejor que entendía y podían, no lograron liberarme; y, asustado y perturbado como estaba, no queriendo que siguieran molestándome, les pedí que no insistieran más, y me retiré a casa; y, desde entonces, no volví a congregar ni en esa ni en ninguna otra iglesia o congregación.

Por aquel entonces, trabajaba en un puesto público de la entonces Entel Perú S.A., en el Hall del Aeropuerto Int. Jorge Chávez, como operario de télex y cable (telegrafía internacional); y, por lo mismo, tuve contacto con regular número de clientes de habla inglesa; y, porque me era difícil entenderles e, igualmente, atenderles, decidí estudiar este idioma, lo que hice. Ingresé a un instituto o academia de inglés, de las muchas que pululaban en Lima; y, así, estuve estudiando el idioma inglés que, día a día, asimilaba con mucho agrado; lo que facilitó que, aun cuando no llegué a ser un experto en este importante idioma (solo estudié hasta la etapa intermedia, y solo unos meses de esta etapa), en mi práctica con clientes de habla inglesa me fui –como se dice- “fogueando” para entenderlo cada vez mejor. Por entonces, cerca de un año sin congregar con otros santos, me vi tal de vulnerable que, y sin aquella fe que una vez me animaba para congregar como iglesia y participar en muchas de sus actividades, cedí para volver al licor, los prostíbulos y la “vida bohemia”; y, porque reconocía que iba de mal en peor (hay aspectos de mi andar pecaminoso que prefiero omitir); cargado de pecados que agobiaban aún más mi alma, y en un acto de esperanza o desesperanza (no lo sé bien), decidí retornar a la iglesia; aun cuando temía que, a mi retorno, sería objeto del comentario de muchos, temiendo la crítica.

Fue un viernes por la noche, si mal no recuerdo, en que retorné a esta linda iglesia donde, al lado de otros hermanos y hermanas, Dios me permitió conocerle en la manifestación de Sus carismas como el hablar en lenguas, la profecía, visiones y otras manifestaciones; pero, porque estaba muy “frío”, y sin ánimo para conversar con nadie; decidí que, no bien llegara al templo de esta iglesia que, tras saludar al o los ujieres que –por lo general- estaban apostados en la entrada principal de este templo; que, tras saludarlos escuetamente, me dirigiría –raudo- hacia la instalación del llamado “Cuarto de Oración”; y, en efecto, tan luego saludé al o los ujieres apostados en la puerta principal, muy a prisa me dirigí hacia el “Cuarto de Oración”; y, allí, intenté orar.

Recuerden, ya no tenía fe; en realidad, Dios y Su Palabra me parecían ridículos; pero, porque había tenido experiencias espirituales, y que parecían hablarme más que mil palabras; y porque, de alguna manera, reputaba tales experiencias como importantes para mí, aun si las creía o no ser de Dios; y porque parecía tener una angustia tal que –y lo sabía- nada ni nadie podría quitarla de mí (parecía morirme), decidí acercarme ante un taburete que estaba dispuesto en la parte delantera de este ambiente dedicado para la oración; y, casi como desmayándome, porque estaba muy atribulado, cargando el descontento de pecados a los que volví a ceder por motivo de esta penosa experiencia espiritual, me arrodillé e intenté orar. ¿¡Pero cómo, si no tenía fe!?

E, intentando orar, oí la oración de un hombre a mi derecha; un paisano de nuestra serranía que, por su hablar motoso, ni pronunciaba bien el español, diciendo algo así como: “Oh, Papito lindo, cuánto te amo”; y, siempre con un acento motoso, diciendo cosas parecidas; pero, a la vez y por más sencillas que parecían ser, mostrando un genuino afecto por Dios; a Quién, por cómo él se expresaba, parecía conocerle; por lo menos, mucho más, muchísimo más que yo.

Impresionado como estaba por cómo este hombre oraba a Dios, Le dije: “¿Ves?, él sí que te conoce, pero yo no podría expresarme como él, con familiaridad; y, si lo hiciera, sería un hipócrita. ¡Ayúdame, por favor!”; y, lamentando no poder orar como este hermano, callaba para, en silencio, intentar pensar algo más para decir a Dios. Estaba muy atribulado, acongojado, diciéndole que tenía miedo; que, a menos que Él me ayudara a superar esa condición, nadie lo haría; y que, muy posible, temía ir de mal en peor; y, como había sido a lo largo de mi adolescencia e inicial juventud, temiendo el suicidio.

Como dije, este hermano oraba sin pronunciar bien el español; y, por lo motoso de su hablar, reconocía que sería un hermano procedente de nuestra serranía; y, lo que me fue igual de relevante fue que, inclusive, el tono de su voz era tal como aquellas voces que, cuando iba a las tierras de mis abuelos, por Ancash, acostumbré escuchar; voces como tímidas y apacibles, característicos del ande peruano. El ambiente del “Cuarto de Oración” estaba tenue, no había mucho alumbrado; justamente para que, mientras orábamos, nadie pudiera entretenerse mirando al otro; y, en definitiva que, quién entraba a este ambiente, se dedicara única y exclusivamente  a orar. Así, por lo mismo, nunca reconocí a este hermano que oraba; y, por su hablar motoso, tampoco recordé haberlo escuchado antes.

En tales circunstancias, de pronto empecé a oír a este hermano hablando en lenguas. Como dije, yo había escuchado hablar en lenguas a muchos hermanos; y, en una congregación pentecostal, donde el hablar en lenguas es una de sus doctrinas pilares, el escuchar hablar en lenguas a este hermano no habría sido nada raro para mí; esto es, no habría causado mayor impacto e importancia, a menos que este hombre habló –justamente- en el idioma que yo estaba estudiando, el inglés; y, lo que es más, no lo hizo con su voz queda, tímida o apacible, pero como con una voz de esos locutores que, con voz grave, parecían impactar a través de la radio; y, aun y cuando no llegué a ser un excelente estudiante del idioma inglés, yo entendí –perfectamente- lo que este hermano decía en lengua inglesa: “Oh Lord Jesus, You know that I love You…”, y cosas parecidas. Por lo general, yo había escuchado hablar en lenguas hasta difíciles de reconocer ser de tal o cual país; escuché hablar en chino, alemán u otro idioma; y, posiblemente, hasta lo que llamaban “lenguas angelicales”; pero, en mi pequeña experiencia, nunca escuché hablar inglés; pero, aquella noche, y porque el Dios Vivo sabía que yo estaba estudiando inglés, Él permitió que este hermano, a quién no distinguí nunca, hablar en inglés; y que yo, aun en mi poco entender, reconocí que era el hablar de un perfecto inglés.

En efecto, en el libro de Hechos, capítulo 2, se dice que, cuando el Espíritu Santo cayó sobre los 120 congregados en el aposento alto de una casa, que todos estos hermanos y hermanas (porque también estuvo María, la madre del Señor Jesús), empezaron a hablar en lenguas, según el Espíritu Santo les daba que fuesen pronunciadas. En esta experiencia espiritual que dio inicio o nacimiento a la Iglesia del Dios Vivo, durante la Fiesta de Pentecostés, “Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, 10 en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, 11 cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.” (Hechos 2:5-11).

Pues, precisamente eso fue lo que yo también, mientras oía a este precioso hermano hablar en lenguas, me preguntaba ¿Dónde había visto acontecer esta misma experiencia en la Biblia?; y, aun cuando no podía reconocer la cita bíblica exacta de donde procedía esta misma experiencia, repitiéndose para beneficio de mi alma, sabía, porque lo había escuchado en algunas prédicas que sobre el tema se predicaron en esta y otras iglesias pentecostales, que una experiencia similar estaba registrada en las Escrituras; y que, por consiguiente, esta experiencia del hablar en lenguas a través de este hermano era genuina, era la visitación del Espíritu Santo por razón de mi congoja, mi confusión, mi tribulación; y, mientras lo iba reconociendo en mi alma, empecé a emocionarme a tal extremo que, finalmente, sentí como una explosión irrumpir en mi pecho; y, al instante, empecé a gritar de tal manera que, y con lágrimas en mi ojos, en un llanto incontenible, bendecía a Dios, agradeciéndole por recuperar mi fe en las Escrituras, en Su Palabra, a través de oír una de Sus manifestaciones, el hablar en lenguas; que, como los aquellos “varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo” (v. 5), en el Jerusalén del I Siglo, entendí ese hablar en lenguas, tuve la interpretación (aunque por estudio natural del idioma); y que, como entonces, podía decir como los piadosos de entonces: “les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.” (v. 11). Esa manifestación en lenguas restauró mi fe; y, desde entonces, aun cuando he pasado muchas veces por “valle de sombra de muerte” (Salmo 23:4), pero siempre por razón de mi negligencia e irresponsabilidad, sigo en pie por Su gracia, aprendida la lección, esforzándome por ser diligente en aprender Su voluntad para agradarle en todo (Colosenses 1:10).

¿Saben qué? –Nunca supe quién fue ese hermano que habló en lenguas, en el inglés que yo estaba estudiando; y, lo que es más, ni él se acercó a mí para ultimar con alguna palabra de gracia, felicitarme o bendecirme, no; por lo que, muchas veces, he pensado que –posiblemente- este hermano no fue otro sino un ángel enviado por el mismísimo Dios, Jehová de los Ejércitos, para mi liberación. Sea quién haya sido, sé que fue el instrumento que Él utilizó para libertarme de incredulidad, restaurarme la fe, y las esperanzas vivas en Sus benditas promesas por razón de Jesucristo o Yeshúa Ha Mashíaj (en hebreo).

Si este testimonio te ayuda, bien; lo comparto, justamente con ese objetivo de que sea edificante para todo el que pasa por momentos de angustia; que, si Él me ayudó a mí, un inmundo y miserable pecador, seguramente lo puede hacer con cualquier otro.

La gracia de Jesucristo o Yeshúa Ha Mashíaj sea con todos ustedes. Amén.

 

 

domingo, 18 de junio de 2023

TESTIMONIO DE UN PADRE

N

o me fue fácil ser padre; es más, si tuviera que ser calificado por ello con seguridad tendría mala nota. Y es que nadie o pocos nos preparamos para ser padres exitosos, tal como lo espera Dios que lo seamos; y esta preparación, definitivamente, se da en casa, en el hogar, con la debida asistencia de nuestros padres.


En el libro de Hebreos, capítulo 12 y versículos 9 y 10, el apóstol dice, refiriéndose a la disciplina que los padres deberíamos ejercer sobre nuestros hijos:

Y aquellos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía…

¿Y no es esa la manera en que obramos aún hoy en día? Muchos dicen, hasta alterados, y más cuando se les objeta no disciplinar debidamente a sus hijos, “¡Yo sé cómo crío a mis hijos!”, o “a mi manera, ¡y punto!” Y la pregunta que –de inmediato- surge sería, “¿Realmente saben criar a sus hijos?”. El hecho que tengamos una sociedad convulsionada, temerosa, irritada, temperamental, vanagloriosa y hasta criminal nos dice que, como padres, quizá no lo hicimos bien.

En la primera carta del apóstol a los Corintios, capítulo 7 y versículo 14, él enfatiza cómo la santidad afecta positivamente nuestro entorno familiar; y, precisamente, la de los padres para con los hijos:

Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer [creyente], y la mujer incrédula en el marido; pues, de otra manera, vuestros hijos serían inmundos [impuros o sucios], mientras que ahora son santos [contrarios a la inmundicia, impureza o suciedad].

Si acaso somos cristianos, nuestro rol como padres deberá –necesariamente- tener como objetivo que nuestros hijos sean santos. ¿Y qué es “santo”? –Según un diccionario bíblico, en ocasiones significa “separado”, “consagrado”, “puesto aparte”; pero, con mayor frecuencia, “puro”.

En la segunda carta del apóstol a los Corintios, capítulo 7 y versículo 1, él dice: “Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios.”

¿Y cómo lograrlo, cómo es que perfeccionaremos santidad en nuestros hijos? No por imposición, pero con el ejemplo, con nuestra conducta.

1 Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas, 2 considerando vuestra conducta casta y respetuosa. 3 Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, 4 sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. 5 Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; 6 como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza.

7 Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo.

Yo sé lo que es vivir desorientado en la vida; porque, desde pequeño o que tuve algo de conciencia, no tuve a mi padre a mi lado para orientarme, corregirme y hasta azotarme por todo acto reprobable. Él, por circunstancias que hoy entiendo, no pudo estar a mi lado, cuando más lo necesité; y, por esta razón, crecí cohibido o temeroso, desorientado o sin un norte u objetivo noble e inteligente que perseguir; y, por lo mismo, viví angustiado y, por último, enojado hasta contra Dios que, para mí, por entonces era inexistente; ¡y vulnerable ante todo asedio de maldad! Por lo que, quienes llegan a ser padres, aun si no han pasado por la escuela del hogar para serlos; si realmente quieren ser padres exitosos, formando hijos –igualmente- exitosos; para lograrlo, anhelen ser santos y sabios, no contaminándose con un mundo que, desde que el pecado ingresó al mundo por vía de la desobediencia de nuestros primeros padres, Adán y Eva, está ya contaminado con criterios, paradigmas, ideologías y conceptos equívocos respecto muchos aspectos de la vida; y, la única manera para ser ejemplos de conducta en la vida será si solo damos cabina a Dios y Su Palabra, Su consejo en nuestras vidas. No creo que exista otra forma para lograrlo; aun cuando, y no lo dudo, la ciencia de la sicología tiene su loable aporte en tratar con la conducta de las personas: niños, adolescentes, jóvenes y hasta adultos.

Como el apóstol lo dice en su carta a los Romanos, capítulo 2 y versículos del 21 al 24:

21 Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas? 22 Tú que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras? Tú que abominas de los ídolos, ¿cometes sacrilegio? 23 Tú que te jactas de la ley, ¿con infracción de la ley deshonras a Dios? 24 Porque como está escrito, el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros [el mal ejemplo].

Aquí, el apóstol exhorta que, por más que uno conozca lo correcto, si éste no vive lo que dice, su testimonio, conducta o ejemplo afectará negativamente nuestro entorno y, en este caso, a nuestros hijos. Vivamos de la manera más justa o recta posible, y esa conducta tendrá efecto más que mil palabras, como se enfatiza en 1 Pedro 3:1, párrafos anteriores. Que ese principio o fundamento nos sirva en la educación, formación y disciplina de nuestros hijos.

Y cuando llegué a la edad de la pubertad que, a mi entender, es crucial en el crecimiento de todo hijo o hija; siendo que no tuve quién me enseñara cómo reaccionar en tan delicada etapa de la vida, opté por ceder a los naturales impulsos de mi naciente sexualidad que un adolescente, a esa edad, empieza a sentir; y, porque no supe qué hacer con mi sexualidad; y, lo que es igual o peor, consulté con otros “amigos” del barrio igual de desorientados como yo, para “explorar” mi sexualidad peor que un animal que, aun siendo irracional (según se cree), obra por instinto; y, en muchos casos, lo hace mejor o más saludablemente que muchos de nosotros los seres humanos supuestamente racionales y pensantes. Y es en esa etapa de la vida que el adolescente recurrirá al padre o la madre, dependiendo del sexo; y que, si a lo largo de la vida el padre no inspiró confianza en su hijo para consigo; llegado este momento, él tampoco confiará compartir con su padre el drama por el que pasa con su sexualidad; y que, muy posible, sea motivo para que el adolescente y –después- joven crezca irresponsable con su sexualidad; y, en muchos y muchísimos casos, afectando a su entorno, fornicando y hasta prostituyéndose a cambio del inmediato placer que, en la medida que se hace costumbre o adicción, nos irá dominando para vivir desorientados respecto la responsabilidad que implican el matrimonio a futuro; y, por consiguiente, nuestro eventual rol como padres de los hijos que han de venir. Muchos, y yo me incluyo en ese grupo, hemos llegado al matrimonio afectados por inconductas sexuales y, cuando tuvimos relaciones sexuales con nuestras esposas; muchas de las veces, propusimos actos indecorosos, inmundos o sucios, contra natura; y, cuando llegué a ser padre, ¿qué podía orientar a mi hija (fuimos padres de una niña, hoy ya señora, casada y con hijos), siendo que no conocía –por experiencia- sino perversión sexual? Pero, y porque empecé a conocer a Dios a mis 30 años; desde entonces, me propuse conocer, también por doctrina y experiencia, la santidad que, con acierto, pudiera –a mi vez- compartir santidad a mi menor hija. Por entonces, afectado como estaba en mi sexualidad, poco o nada pude contribuir en la formación de mi hija; pero, transcurrido los años, aun si muchas de las veces traté de compartir mi saber algo alterado, nervioso y hasta histérico, por lo menos lo intenté. Por gracia de Dios, mi hija está, lo que diríamos, “bien casada”; pero, en mi entendimiento, reconozco que le falta reconocer a Dios –también- de manera experimental, por vía de creer el evangelio de Jesucristo (vital para la experiencia cristiana); lo que, según Sus promesas, la constituirán en una persona sabia para, a su vez, compartir sabiduría con sus hijos, nuestros hermosos nietos.

¿Estás capacitado para ser un padre exitoso, según el éxito que vemos registrado en las páginas de Su Palabra, la Biblia? –No; pues, no te angusties. El pueblo de Israel, quién vivió beneficiado por un pacto con Dios, donde Él prometió morar entre ellos; y que, por lo mismo, es que ellos llegaron a ser un reino que imperó e impactó en el mundo de entonces; el mismo Dios, mediante Jesucristo, nos ha prometido morar, ya no en un templo hecho de manos humanas; pero, a diferencia de entonces, ahora en nuestros corazones en la forma del Espíritu Santo: ¡Jehová mismo morando en el templo de nuestros cuerpos! (1 Corintios 6:19); para, y mucho más próximo a nosotros que cuando Él estuvo en medio de Israel; e, inclusive, en carne humana en la forma de Jesucristo, guiarnos a toda verdad, según nos lo prometió el bendito Señor Jesús en el evangelio según Juan, capítulo 16 y versículo 13:

Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir.

En palabras del apóstol Pablo: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis?” (Hechos 19:2). Si tu respuesta es no, si no tienes al único Guía que nos puede conducir con acierto, éxito y sin frustraciones hasta el día en que nos veremos con Jehová Dios en gloria, en el retorno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, te animo que te arrepientas de todos tus pecados (errores) y pidas ser bautizado en las aguas del bautismo invocando el nombre de Jesucristo o Yeshúa Ha Mashíaj (en hebreo), para el perdón de tus pecados; y Dios, conforme lo prometió a través del apóstol Pedro, en Hechos 2:38, te concederá este don o regalo, el Espíritu Santo; Dios mismo, el Señor Jesucristo, nuestro Padre (Isaías 9:6); Quién, conforme a Hebreos 12:9-10, nos disciplinará para lo que nos es provechoso, para que participemos de Su santidad; y, consecuentemente, podamos ver a Dios en escena (Hebreos 12:14), frente a nuestros ojos, impactando nuestras almas para vivir vidas justas y santas, dando gracias a Dios por el nombre de Jesucristo. Amén.


jueves, 15 de junio de 2023

¡SUBLIME GRACIA, LA DEL SEÑOR! (Testimonio de un sueño)

Hoy desperté tarde; pero, por gracia de Yehováh, no sin antes soñar con Su sublime gracia.


A

yer, y casi todos estos días, terminé el día cansado y, en ocasiones, hasta desanimado, desmotivado, tras atender lo mejor que puedo a mi señor padre. Yo ya no soy un hombre joven que, confiando en la juventud, pueda asumir responsabilidades que exigen esfuerzo; pero, porque entiendo responsabilidad, y por el afecto que tengo por papá, hago el mejor esfuerzo por atenderle; y, últimamente, hasta logro sostener sus casi 80 kilos de peso. Él pesa más que yo pero, por razón que lo veo opacarse en sus fuerzas a causa de sus años (94), la baja de su peso me está permitiendo algunas maniobras para trasladarlo –por lo menos- de la cama a su sillón, y viceversa, y lo hago bien. Sin embargo, y porque le estuve reclamando fuerzas a nuestro bendito Yehováh (lo trato así, tal y como se pronuncia en el hebreo, según el descubrimiento de un experto judío en el idioma hebreo, Dr. Nehemia Gordon, tras leer muchas copias de manuscritos de las Sagradas Escrituras en este bendito idioma, el hebreo), Él me las ha ido dando para, sumado a técnicas que he ido aprendiendo a través del YouTube, atender a un anciano de la edad de mi padre, siendo yo también algo anciano.

Y ya, en varias ocasiones en que anduve con papá, sea cuando lo llevé para que le pusieran la vacuna contra el covid, o por otro motivo (hemos paseado regularmente por los alrededores del parque que está tras mi casa, por ejemplo; y, en una ocasión, cuando lo llevé al peluquero; tras esa sesión de belleza, siendo que hacía mucho calor, nos tomamos una refrescante “Cuzqueña”, y seguimos nuestro camino de retorno a casa), muchos dedujeron que éramos hermanos; y, jocosamente, hasta que yo parecía ser el mayor, lo que me causó mucha gracia.

Y, referente al sueño, aun cuando no lo recuerdo bien en todos sus detalles; recuerdo que, en un determinado momento, como que estaba sentado ante o frente a una señora a mi izquierda y un señor a mi derecha; que, al parecer, serían esposos (posible) y cristianos; que, al parecer, me estaban ministrando liberación; mientras, en esta sesión, les iba comentando pormenores de mis tribulaciones; que ellos, como ministros que parecían ser, me ayudaran. Después, me vi en un ambiente grande, como el local de una iglesia, y con algunos, pocos miembros que, al parecer, estarían dando testimonio o testificando –posiblemente- acerca de alguna gracia de Dios en sus vidas. Al rato, me entregaron un micrófono que, al parecer, tenía teclas numeradas; y que, para cuando me tocara mi turno, debía presionar la tecla o botón número “1” para, a través de este micrófono, ser escuchado por los asistentes, lo cual hice. En realidad, no recuerdo lo que dije; pero, al despertarme, parecía aún seguir testificando de Su gracia o favor, de cómo Él me había libertado; y, al rato, empecé a entonar el himno “Sublime Gracia”; que, si no lo sabían, la letra fue compuesto por John Newton (Siglo XVIII), y con una entonación algo diferente de cómo –comúnmente- se suele entonar este hermoso himno; diría yo, una cadencia latinoamericana; y, mientras lo entonaba, hasta le agregué un corto que, a mi parecer, sería como un coro:

Sublime, sublime, sublime gracia la del Señor,

Él me salvó y libertó, y por esta gracia le sirvo hoy.

Por si no lo sabían, John Newton solo compuso la letra del himno, no la música. Esto fue común en tiempos antiguos, como con los salmos de David, Asaf y Hemán en la Biblia: ellos fueron inspirados en la sección de la Biblia que conocemos como “Salmos”; y el pueblo de Israel y, después todo cristiano, inspirado igualmente cantó estos salmos con un acompañamiento musical para constituirse en los cánticos que habitualmente escuchamos. Y  así sucedió con Newton: él tuvo la inspiración de la letra del himno “Sublime Gracia”; y, hasta donde se sabe, otro, un desconocido de color habría agregado a esta letra –reveladora de la gracia de Dios- la parte musical que hoy conocemos y entonamos todos.

Al rato, y ungido como estaba por el sueño y la entonación del himno, renovadas mis fuerzas fui a atender a papá Gilberto. Me pidió un poco de agua y, después, le di su jarabe contra la tos y, después, lo desayuné. Ahora está descansando sentado sobre su sillón. Que Yehováh me permita dárselo a conocer, como intento hacerlo; que, en la persona de Jesucristo o Yeshúa Ha Mashíaj, Él se reveló en este mundo para traernos –desde Su divina gloria- salvación y vida eterna.

¡Aleluya!