miércoles, 28 de junio de 2023

MI EXPERIENCIA CON EL DON O CARISMA DEL HABLAR EN LENGUAS

O

currió en los primeros años de mi conversión, como cristiano. Empecé mi andar cristiano a los 30 años, congregando con hermanos de una iglesia pentecostal, la Iglesia Pentecostal del Rímac, situado en el denominado “Malecón Rímac”, a escasas cuadras del Jr. Trujillo y el Palacio de Gobierno.


Por causa de mi ignorancia del consejo de Dios, por entonces –lo debo admitir- no consideré la Palabra de Dios con la seriedad que se debía; y, por esta ignorancia; y, por consiguiente, mi pobre discernimiento de los espíritus o ámbito espiritual, llegué a ser perturbado, sino poseído, por un espíritu malo que, definitivamente, me tornó incrédulo a Dios y Su Palabra.

En efecto, iba en dirección de esta iglesia local, al término de mi horario laboral; y, obstante iba cantando en mi corazón uno o más coros cristianos; de un momento a otro, sentí como que “alguien” se acercaba por delante mío e ingresó o entró dentro de mí; y, tras este hecho, cuestioné mi poca fe que, hasta entonces, parecía sostenerme para un andar mínimo o suficiente entre hermanos y hermanas que, como yo (o mejor que yo), congregaban aspirando conocer más a Dios. Desde que vine a Dios, por la vía de Su Palabra, justamente cometí este grave error; y que lo comparto que, quién pudiera leerme, aprenda de mi experiencia; que, aun cuando parecía entender la importancia de conocer la voluntad de Dios en Su Palabra; en la práctica, no fui lo suficientemente diligente para, día tras día, llenar mi alma con Su conocimiento; y, cuando ocurrió esta extraña experiencia espiritual, no tuve argumento o recurso Espiritual para resistir, y sucumbí.

Como iba en dirección de la iglesia, casi como un autómata, o como buscando –confusamente- ayuda que, en tal condición, parecía no la había para mí (recuerden, ya no tenía fe); llegué a la iglesia y, sentado en una de las bancas, y porque no parecía comunicativo o expresivo con hermanos y hermanas a quienes conocía, ellos concluyeron –por último- que algo estaba sucediendo conmigo; y, conduciéndome de inmediato a un ambiente que llamábamos “el Cuarto de Oración”, intentaron ayudarme en oración y reprendiendo y, finalmente, intentando echar fuera el demonio que, según lo entendían (recuerden, era una iglesia pentecostal entendida en temas de espirituales, hasta de posesión de demonios, etc.), me estaba perturbando y causando ese extraño estado. El hecho es que, aun cuando ellos hicieron lo mejor que entendía y podían, no lograron liberarme; y, asustado y perturbado como estaba, no queriendo que siguieran molestándome, les pedí que no insistieran más, y me retiré a casa; y, desde entonces, no volví a congregar ni en esa ni en ninguna otra iglesia o congregación.

Por aquel entonces, trabajaba en un puesto público de la entonces Entel Perú S.A., en el Hall del Aeropuerto Int. Jorge Chávez, como operario de télex y cable (telegrafía internacional); y, por lo mismo, tuve contacto con regular número de clientes de habla inglesa; y, porque me era difícil entenderles e, igualmente, atenderles, decidí estudiar este idioma, lo que hice. Ingresé a un instituto o academia de inglés, de las muchas que pululaban en Lima; y, así, estuve estudiando el idioma inglés que, día a día, asimilaba con mucho agrado; lo que facilitó que, aun cuando no llegué a ser un experto en este importante idioma (solo estudié hasta la etapa intermedia, y solo unos meses de esta etapa), en mi práctica con clientes de habla inglesa me fui –como se dice- “fogueando” para entenderlo cada vez mejor. Por entonces, cerca de un año sin congregar con otros santos, me vi tal de vulnerable que, y sin aquella fe que una vez me animaba para congregar como iglesia y participar en muchas de sus actividades, cedí para volver al licor, los prostíbulos y la “vida bohemia”; y, porque reconocía que iba de mal en peor (hay aspectos de mi andar pecaminoso que prefiero omitir); cargado de pecados que agobiaban aún más mi alma, y en un acto de esperanza o desesperanza (no lo sé bien), decidí retornar a la iglesia; aun cuando temía que, a mi retorno, sería objeto del comentario de muchos, temiendo la crítica.

Fue un viernes por la noche, si mal no recuerdo, en que retorné a esta linda iglesia donde, al lado de otros hermanos y hermanas, Dios me permitió conocerle en la manifestación de Sus carismas como el hablar en lenguas, la profecía, visiones y otras manifestaciones; pero, porque estaba muy “frío”, y sin ánimo para conversar con nadie; decidí que, no bien llegara al templo de esta iglesia que, tras saludar al o los ujieres que –por lo general- estaban apostados en la entrada principal de este templo; que, tras saludarlos escuetamente, me dirigiría –raudo- hacia la instalación del llamado “Cuarto de Oración”; y, en efecto, tan luego saludé al o los ujieres apostados en la puerta principal, muy a prisa me dirigí hacia el “Cuarto de Oración”; y, allí, intenté orar.

Recuerden, ya no tenía fe; en realidad, Dios y Su Palabra me parecían ridículos; pero, porque había tenido experiencias espirituales, y que parecían hablarme más que mil palabras; y porque, de alguna manera, reputaba tales experiencias como importantes para mí, aun si las creía o no ser de Dios; y porque parecía tener una angustia tal que –y lo sabía- nada ni nadie podría quitarla de mí (parecía morirme), decidí acercarme ante un taburete que estaba dispuesto en la parte delantera de este ambiente dedicado para la oración; y, casi como desmayándome, porque estaba muy atribulado, cargando el descontento de pecados a los que volví a ceder por motivo de esta penosa experiencia espiritual, me arrodillé e intenté orar. ¿¡Pero cómo, si no tenía fe!?

E, intentando orar, oí la oración de un hombre a mi derecha; un paisano de nuestra serranía que, por su hablar motoso, ni pronunciaba bien el español, diciendo algo así como: “Oh, Papito lindo, cuánto te amo”; y, siempre con un acento motoso, diciendo cosas parecidas; pero, a la vez y por más sencillas que parecían ser, mostrando un genuino afecto por Dios; a Quién, por cómo él se expresaba, parecía conocerle; por lo menos, mucho más, muchísimo más que yo.

Impresionado como estaba por cómo este hombre oraba a Dios, Le dije: “¿Ves?, él sí que te conoce, pero yo no podría expresarme como él, con familiaridad; y, si lo hiciera, sería un hipócrita. ¡Ayúdame, por favor!”; y, lamentando no poder orar como este hermano, callaba para, en silencio, intentar pensar algo más para decir a Dios. Estaba muy atribulado, acongojado, diciéndole que tenía miedo; que, a menos que Él me ayudara a superar esa condición, nadie lo haría; y que, muy posible, temía ir de mal en peor; y, como había sido a lo largo de mi adolescencia e inicial juventud, temiendo el suicidio.

Como dije, este hermano oraba sin pronunciar bien el español; y, por lo motoso de su hablar, reconocía que sería un hermano procedente de nuestra serranía; y, lo que me fue igual de relevante fue que, inclusive, el tono de su voz era tal como aquellas voces que, cuando iba a las tierras de mis abuelos, por Ancash, acostumbré escuchar; voces como tímidas y apacibles, característicos del ande peruano. El ambiente del “Cuarto de Oración” estaba tenue, no había mucho alumbrado; justamente para que, mientras orábamos, nadie pudiera entretenerse mirando al otro; y, en definitiva que, quién entraba a este ambiente, se dedicara única y exclusivamente  a orar. Así, por lo mismo, nunca reconocí a este hermano que oraba; y, por su hablar motoso, tampoco recordé haberlo escuchado antes.

En tales circunstancias, de pronto empecé a oír a este hermano hablando en lenguas. Como dije, yo había escuchado hablar en lenguas a muchos hermanos; y, en una congregación pentecostal, donde el hablar en lenguas es una de sus doctrinas pilares, el escuchar hablar en lenguas a este hermano no habría sido nada raro para mí; esto es, no habría causado mayor impacto e importancia, a menos que este hombre habló –justamente- en el idioma que yo estaba estudiando, el inglés; y, lo que es más, no lo hizo con su voz queda, tímida o apacible, pero como con una voz de esos locutores que, con voz grave, parecían impactar a través de la radio; y, aun y cuando no llegué a ser un excelente estudiante del idioma inglés, yo entendí –perfectamente- lo que este hermano decía en lengua inglesa: “Oh Lord Jesus, You know that I love You…”, y cosas parecidas. Por lo general, yo había escuchado hablar en lenguas hasta difíciles de reconocer ser de tal o cual país; escuché hablar en chino, alemán u otro idioma; y, posiblemente, hasta lo que llamaban “lenguas angelicales”; pero, en mi pequeña experiencia, nunca escuché hablar inglés; pero, aquella noche, y porque el Dios Vivo sabía que yo estaba estudiando inglés, Él permitió que este hermano, a quién no distinguí nunca, hablar en inglés; y que yo, aun en mi poco entender, reconocí que era el hablar de un perfecto inglés.

En efecto, en el libro de Hechos, capítulo 2, se dice que, cuando el Espíritu Santo cayó sobre los 120 congregados en el aposento alto de una casa, que todos estos hermanos y hermanas (porque también estuvo María, la madre del Señor Jesús), empezaron a hablar en lenguas, según el Espíritu Santo les daba que fuesen pronunciadas. En esta experiencia espiritual que dio inicio o nacimiento a la Iglesia del Dios Vivo, durante la Fiesta de Pentecostés, “Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, 10 en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, 11 cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.” (Hechos 2:5-11).

Pues, precisamente eso fue lo que yo también, mientras oía a este precioso hermano hablar en lenguas, me preguntaba ¿Dónde había visto acontecer esta misma experiencia en la Biblia?; y, aun cuando no podía reconocer la cita bíblica exacta de donde procedía esta misma experiencia, repitiéndose para beneficio de mi alma, sabía, porque lo había escuchado en algunas prédicas que sobre el tema se predicaron en esta y otras iglesias pentecostales, que una experiencia similar estaba registrada en las Escrituras; y que, por consiguiente, esta experiencia del hablar en lenguas a través de este hermano era genuina, era la visitación del Espíritu Santo por razón de mi congoja, mi confusión, mi tribulación; y, mientras lo iba reconociendo en mi alma, empecé a emocionarme a tal extremo que, finalmente, sentí como una explosión irrumpir en mi pecho; y, al instante, empecé a gritar de tal manera que, y con lágrimas en mi ojos, en un llanto incontenible, bendecía a Dios, agradeciéndole por recuperar mi fe en las Escrituras, en Su Palabra, a través de oír una de Sus manifestaciones, el hablar en lenguas; que, como los aquellos “varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo” (v. 5), en el Jerusalén del I Siglo, entendí ese hablar en lenguas, tuve la interpretación (aunque por estudio natural del idioma); y que, como entonces, podía decir como los piadosos de entonces: “les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.” (v. 11). Esa manifestación en lenguas restauró mi fe; y, desde entonces, aun cuando he pasado muchas veces por “valle de sombra de muerte” (Salmo 23:4), pero siempre por razón de mi negligencia e irresponsabilidad, sigo en pie por Su gracia, aprendida la lección, esforzándome por ser diligente en aprender Su voluntad para agradarle en todo (Colosenses 1:10).

¿Saben qué? –Nunca supe quién fue ese hermano que habló en lenguas, en el inglés que yo estaba estudiando; y, lo que es más, ni él se acercó a mí para ultimar con alguna palabra de gracia, felicitarme o bendecirme, no; por lo que, muchas veces, he pensado que –posiblemente- este hermano no fue otro sino un ángel enviado por el mismísimo Dios, Jehová de los Ejércitos, para mi liberación. Sea quién haya sido, sé que fue el instrumento que Él utilizó para libertarme de incredulidad, restaurarme la fe, y las esperanzas vivas en Sus benditas promesas por razón de Jesucristo o Yeshúa Ha Mashíaj (en hebreo).

Si este testimonio te ayuda, bien; lo comparto, justamente con ese objetivo de que sea edificante para todo el que pasa por momentos de angustia; que, si Él me ayudó a mí, un inmundo y miserable pecador, seguramente lo puede hacer con cualquier otro.

La gracia de Jesucristo o Yeshúa Ha Mashíaj sea con todos ustedes. Amén.

 

 

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