martes, 9 de enero de 2024

EL PROCESO DE MI SANTIFICACIÓN

(Testimonio)

Autor: Anónimo

Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. 

Romanos 6:22


T

uve una experiencia de pecado muy agobiante. Me resulta difícil hacer comparaciones con el caso o testimonio de otras personas; pero, hasta donde lo reconozco, lo mío fue un imposible de superar a no ser que, tras inquirir en todas las formas que pude hallar a mi alcance, inquiriendo en la provisión de Dios para superar mi pecaminosidad, pude hallar dirección para fortalecer mi alma con Su verdad y, de esta manera, en palabras del apóstol Pablo, mi ser interior, para resistir o soportar con mayor firmeza o aplomo la debilidad de mi carne.

Fui un niño que vivió sin padre; y creo que, eso, determinó que, en gran manera, creciera vulnerable, acobardado y confundido; en suma, fui lo que conocemos es un niño muy tímido; y que, porque no conocí el amor o afecto de una manera evidente, y hasta convincente, en mi desorientación fui buscando, a lo largo de los años, un sustituto al verdadero y justo amor, a través del placer del desorden sexual.

Recuerdo, vagamente que, siendo niño, vi los genitales de una persona mayor quién, como sonriendo, parecía mostrarlos con la intención de afectar mis sentidos. Y lo logró. Creo yo que esto condicionó mi formación sexual porque, cuando llegué a ser adolescente, luego de la interesante etapa de la pubertad, muy desorientado como estaba cedí, por instinto o lo que fuera, a las pasiones que -entonces- empezaron a aparecer; y que, por la misma desorientación, satisfice de cualquier manera y, lo que es peor, a veces hasta afectando a mi entorno familiar. ¡Cuánto hubiera querido tener a papá a mi lado! Le habría preguntado por estas cosas y, muy seguro, él habría ayudado a afrontarlos con mayor racionalidad y, aún cuando entiendo que él nunca fue un genuino cristiano y, en consecuencia, poco o nada conocía acerca de la fe y la santidad, su presencia habrían aportado para ser menos vulnerable a una situación que, a partir de entonces, me macarían para llegar a ser un pervertido sexual. No es cómodo reconocer esta condición pero, porque hoy conozco lo suficiente a Dios y Su Palabra, sé que es así.

A la edad de 14 o 15 años, no lo recuerdo muy bien, tuve mi primera experiencia homosexual y, desde entonces, todo parecía indicar que sería un proyecto de prostituto a lo largo de la vida y, porque -entonces- no conocía a Dios, cedí vez tras vez a las demandas de placer de los bajos instintos de mi carne. Sin embargo y, aún cuando parecía disfrutar del placer que estas relaciones despiertan y reclaman, no era del todo feliz y, por lo mismo, creo que mi pecaminosidad no llegó a extremos indecibles. A la edad de 21 años, ya era un ciudadano y, como tal, recuerdo que -por primera vez- fui a un prostíbulo; y la prostituta, al ver que no sabía como poseerla, supo que era un “primerizo” y, por lo menos, esa noche ella pareció tratarme con “amor” o cierto afecto, lo que disfruté; pero, porque ya conocía el placer de una relación homosexual, aún tras frecuentar prostíbulos, vez tras vez, había una demanda oscura en mí que me proponía volver a tener sexo con otro hombre.

A la edad de 23 años, haciendo mis prácticas para una empresa en la que empecé a trabajar formalmente, tuve una ocasional experiencia con un joven mayor que yo y, porque este era técnico enfermero, y yo llegué a su domicilio (como mensajero de esta empresa) con cierto malestar en la cabeza, éste me dio masajes en las espaldas y el cuello pero, porque intuyó de alguna manera mi debilidad, él me propuso reunirnos para otra ocasión; y yo, siempre desorientado, y solo obedeciendo a la pasión de que era abrumado, acepté su proposición. Meses después, y ya trabajando para esta empresa, en estado de ebriedad me dirigí a la casa de este hombre y, allí, consumé una relación abominable, homosexual; y, desde entonces, alterné buscando placer en prostíbulos de mujeres para, después, radicalizar mi búsqueda de placer con homosexuales hasta que, poco a poco, me fui convirtiendo en otro homosexual.

A la edad de 30 años, temiendo que mi conducta iba de mal en peor, consideré el suicidio pero, como no era nada sencillo acabar con mi vida, eso hizo que pareciera perplejo o confundido ante la gente y, en ese estado, mostrando un aspecto perturbado, eso seguramente permitió que un cristiano, un vendedor ambulante de frutas y golosinas, al verme así me propuso visitar su iglesia; a lo que yo, incómodo por lo que no me parecía nada inteligente, acostumbré rechazar; sin embargo, y porque siempre me hacía esta proposición cada vez que llegaba a su puesto, terminé por comprometerme para visitar su iglesia o templo de reunión. Había una campaña por aquel entonces, en esta congregación; un ministro de los EEUUA, de apellido Morse (bastante coincidente porque, a la sazón, yo era un radiotelegrafista y, como todo telegrafista, llegué a conocer el alfabeto o código Morse) los estaba visitando y, con entusiasmo, el cristiano éste insistió en invitarme para esta ocasión, lo que hice; creo yo, para el último día de esta campaña.

El hecho es que, durante la prédica, yo estaba sentado muy lejos de la plataforma o púlpito, por los asientos que conducían al mezanine y, porque los parlantes no parecían reproducir bien la voz del expositor, yo me angustiaba y hasta sentía muy incómodo porque, relativamente interesado por oír lo que este hombre decía, me molestaba no escucharle bien. En eso, siendo ya la hora avanzada, vi cómo muchos iban abandonando el templo y, en eso, gente que -inclusive- dejaba libre los asientos de adelante. Intrigado como estaba por oír con claridad al ministro, bajé las escaleras o graderías y me senté en uno de los asientos más próximos al púlpito pero, aun cuando hice todo este esfuerzo, el expositor -prácticamente- ya estaba dando por finalizado su exposición y, algo frustrado, lo seguí oyendo lo que parecía ser sus palabras de despedida. En eso, él hizo la invitación que, generalmente, se acostumbra hacer al término de una prédica de tipo evangelística, para pasar hacia adelante y, cuando él hizo esta invitación, aun sin haber entendido plenamente la prédica, quienes después me lo testificaron me dijeron que yo -prácticamente- corrí hacia lo que comúnmente llamamos altar y, arrodillado, con mi cabeza entre cuclillas, no dejé de pedir perdón por todo pecado que parecía recordar. Al rato, me vi rodeado por otros que, como yo, también habían respondido a la invitación del predicador; como, comúnmente se entiende, para “recibir al Señor Jesús”; e, impresionado al ver tantos jóvenes -prácticamente- gritando y llorando, y babeando por el dolor de sus pecados, yo quedé conmovido. En eso, y siguiendo las instrucciones que se daban, intenté orar aun en mi ignorancia y, cuando el ministro o quién haya sido, puso sus manos sobre mí, sobre mi cabeza, yo sentí un agradable calor que inundó todo mi ser, desde la cabeza hasta los pies y, levantando mi rostro al cielo, empecé a llorar como inconsoladamente como jamás lo había hecho en mi vida; y, desde entonces, congregué en esta congregación que, a la sazón, estaba cerca a mi domicilio.

Desde ese entonces, tuve algunas manifestaciones que las reputo ser del Espíritu Santo y, aun cuando no las entendía por mi inicial ignorancia de las Escrituras, las disfrutaba que, en alguna manera, afianzaron fe en mí. Por ejemplo, tuve sueños muy interesantes y, en uno de estos, vi al Señor Jesús aunque, para ser honrado, no recuerdo Su aspecto. En una ocasión estaba tan inspirado que, sin darme cuenta, oré toda la madrugada y, llegada la hora de prepararme para ir a trabajar, sencillamente lo hice, tome mi desayuno como de costumbre y fui a trabajar sin experimentar cansancio o malestar alguno. Así y, para abreviar, tuve experiencias que creo se asemejan a las manifestaciones del Espíritu Santo en el libro de Hechos, durante el I siglo de la Iglesia pero, porque no aproveché ese momento de unción para leer racional o inteligentemente (y en fe) la Palabra de Dios, esta unción la fui perdiendo y, tiempo después, volví a ceder a prácticas indecorosas o sucias; por lo que, siendo que no parecía superar o vencer los apetitos de mi carne, consideré salir de entre los pentecostales, lo que hice, tras años después de haber permanecido con ellos cuando, tras saber de un ministerio profeta y evangelista, consideré la doctrina del bautismo en agua en el nombre de Jesús; concluyendo que, si no rechazaba esta verdad del bautismo en agua, que complacería a Dios y, consecuentemente, hallaría gracia delante de Él para asegurarme el éxito en tratar la debilidad de mi carne; de lo cual, no me arrepiento y, es más, hoy estoy convencido que es una verdad fundamental de la gracia de Dios, de Su evangelio o buena nueva que nos conviene creer y hacer si acaso queremos hallar gracia delante de Dios, si acaso queremos -inteligentemente- el prometido don o regalo del Espíritu Santo.

Así, tras tres años con los pentecostales, llegué a congregar con creyentes de este ministerio profeta (aunque el profeta que obró este ministerio ya había fallecido quedando, para dar a conocer las virtudes del ministerio, sermones, enseñanzas y testimonios que de él se tenían) pero, porque los ministros que intentaron enseñar o explicar la gracia de este Mensaje (así fue comúnmente conocido y presentado, tal como sucedió con otros movimientos religiosos en su tiempo) no fueron dignos para pararse tras un púlpito o, sencillamente, no tuvieron el Espíritu Santo y, lo que es lo mismo, no fueron llamados para tan delicado oficio, poco pude aprender, poco pude crecer en mi conocimiento de Dios y, lo que me fue también penoso, no llegué a superar mi carnalidad entre ellos; hasta que, por último, congregué en torno de un ministerio que creí nos iba a ser de mucha utilidad hasta que, años después, y después de sostener este “ministerio” con nuestros diezmos y ofrendas, éste cayó en adulterio y, lo que es peor, quiso convencernos de que esto era voluntad de Dios que, como David y Salomón tuvieron muchas mujeres, así éste quiso justificar su pecado ignorando, voluntariamente (hasta hoy) lo enseñado por el apóstol Pablo a este respecto (1 Timoteo 3:1-7).

Desde entonces y, muy desalentado, intenté congregar con otros dos “ministros” que intentaron ministrar al pueblo pero, porque mi experiencia me obligó a ser -ahora- muy crítico, escrituralmente crítico, juzgué a ambos “ministerios” como incompetentes y, llegada la pandemia por el Covid-19, aproveché de esta circunstancia para, desde entonces, ya no congregar con ningún ministerio y, hasta donde lo entiendo o juzgo, menos con creyentes de este Mensaje al que, a través de mi búsqueda en la web y mi personal meditación, fui descubriendo errores, además de la falta de humildad para reconocerlos.

Desde entonces, prácticamente desde el 2020, me recluí en mi casa donde, aun cuando no fue nada fácil, intenté leer -ahora- las solas Escrituras, como mi única fuente; y, a través de la web y el YouTube, recurriendo a algunas enseñanzas que me permitieran ver el panorama del obrar de Dios desde que, por la fe de Jesucristo y la fe en Jesucristo, el evangelio o buena nueva de Dios se ha ido desarrollando desde el I siglo de la Iglesia; y, en mi búsqueda desesperada, hallé dos enseñanzas que, a mi parecer, no había entendido a lo largo de mi conflictiva experiencia cristiana:

·         ¿Qué es el evangelio? Y,

·         La justificación por la fe.

El tener luz de estas dos doctrinas afirmaron mi alma para, de allí en adelante, proyectarme con racionalidad e inteligencia del Espíritu Santo en la búsqueda de la experiencia que, según las Escrituras, iba entendiendo era la natural o sobrenatural consecuencia de la fe de Jesucristo y la fe en Jesucristo. En definitiva, entender estas dos doctrinas me están permitiendo entender (y lo digo con total humildad) la gracia y programa de Dios en esta gloriosa dispensación del Espíritu Santo y, en consecuencia, esto ha ido infundiendo fortaleza o firmeza en mi alma para, a diferencia de años anteriores, ser fortalecido en mi ser interior y, de esta manera, no ceder a las perversas demandas de mi carne, por lo que estoy muy agradecido a Dios, a Yehováh Dios que, en Su gracia y misericordia, fue paciente conmigo para santificarme mediante el lavacro de Su verdad, el evangelio de Jesucristo o Yeshúa Ha Mashía (en el idioma hebreo).

¿Estoy libre de tentaciones? No pero, a diferencia de años atrás, ya no cedo con facilidad ni a las insinuaciones de un placer pecaminoso; hoy, como nunca antes, no quiero este placer a cambio de prostituirme y, porque reconozco mejor Su gracia y la fidelidad de Sus promesas, me aferro en fe en Sus promesas y, con mejor firmeza y determinación, resisto el pecado y, aun más, evito frecuentar toda fuente sucia que despierte las bajas pasiones: Una  película que insinúe fornicación o adulterio y, peor aún, homosexualismo; e, inclusive, cuando escucho las noticias por TV cuidando que, cuando pasan los comerciales, estos no expongan imágenes de mujeres vestidas indecorosamente, prácticamente como las prostitutas se visten para ser vistas, atractivas o admiradas por los demás, aun si están casadas.

Recientemente, una Escritura me infundió fuerza, mientras la meditaba, y está en la carta a los Hebreos, capítulo 13 y versículo 4:

Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero, a los fornicarios y los adúlteros, juzgará Dios.

Cuando inquirí lo que “fornicario” y “adúltero” significan, sentí como que Yehováh mismo me estuviera reprendiendo y, a la vez, exhortando (animando) y, tras ir entendiendo lo sucio, vil e indigno de estas conductas pecaminosas; paradójicamente, sentí que era fortalecido para, ya no más, ceder a la prostitución. Un prostituto no es solamente aquel que pulula las calles en busca de un eventual contacto o “cliente”, a cambio de dinero, como habitualmente lo fue en días en que el apóstol escribió a los cristianos hebreos, y aun lo es hoy; pero, inclusive es aquel que, por la sola retribución del placer que este pecado da u ofrece, se rinde a esta baja pasión, prostituyéndose. El adúltero, según la misma fuente de donde entendí el pecado de fornicación (la Concordancia Strong), es aquel o aquella que, estando casado o casada, tiene además un o una amante, con el mismo fin que un fornicario, apasionado o apasionada por la búsqueda del solo placer, sin importarle la fidelidad. A los tales, como lo declara el apóstol, “juzgará Dios.”

15 ¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera. 16 ¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? 17 Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; 18 y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia. 19 Hablo como humano, por vuestra humana debilidad; que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia. 20 Porque cuando erais esclavos del pecado, erais libres acerca de la justicia. 21 ¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte. 22 Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. 23 Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.

Romanos 6:15-23

“Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.” (Romanos 6:22)

¡Halleluya!

¡Bendito sea el nombre de Yehováh!

¡Amén!

 

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